martes, 3 de marzo de 2009

Estaciones



Estaciones

La llamaban Sorcière porque nadie la conocía y llevaba su casa a cuestas siempre de tren en tren.
El día que la conocí, de veras lo parecía. Ataviada en época, enrolladita en oscuras mantas de singular textura y punto. Limpió la silla de la "salle d'attente" de la estación antes de sentarse. Solo cuando pensó que nadie la miraba fue, que de su alforja empezó a sacar, lo que me pareció desde lejos, manojos cardados de pelo gris. Un escalofrío me estremeció el cuerpo. Se puso a hilar, los pasaba primero por el pie, luego por la prensa de su dedo y finalmente los humedecía con cuidado, con la lengua, y los metía por el filo de la aguja con la que se disponía a tejer un nuevo hábito. Al alzar la vista para enhebrar, descubrió que la había visto. Paró en seco, se levantó con una frialdad que yo compartí, a la espera de que no me maldijese, y se acercó olisqueando como quién tantea a su presa. Tragué saliva.

Esa noche Sérile, así me dijo que se llamaba, me confesó que, en efecto, los ovillos de pelo que cosía con tanto arte, no eran más que literatura, de lo que fue maestra. Se los había cortado para vivir allí en la estación, abrigada, porque a su parecer, su casa estaba sucia.

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